Había sido un niño sustituto, y así lo decía su nombre, heredado de un hermano fallecido. Debía no ser él, sino su hermano, y eso a la larga pesa, una cárcel en vida, un teatro perpetuo. No puede ser él, tiene que ser ese otro. Quizá por ello a lo largo de su vida vivió o mostró cierta dualidad, gustaba de hablar de varios Dalís. Uno enfrentado a otro, uno que corría otro que escapaba. Pero la personalidad verdadera lucha por salir, y resquebraja el hormigón que lo apresa. Sale proyectada una manera de ser estrambótica, alejada de los cánones, en la que se refugia de sus tormentos interiores, de los miedos, de la autoestima carcomida. Con trazas de anomía, pasó por Madrid como un chico raro, que vestía de manera extraña. A pesar de ello hizo amistad con Federico, que componía versos, y con Luis, apasionado del cinematógrafo.
Peculiar, presentaba un bigote imposible, estilizado a base de azúcar de dátil, porque en ese momento era un apasionado de las moscas limpias, las que se pasean por detrás de las hojas de los olivos. Se ponía miel en la comisura de los labios y esperaba a que una de ellas se acercara, poco a poco, hasta llegar al dulce líquido. Cuando estaba en el punto exacto cerraba de un gesto los labios y la mosca quedaba atrapada en forcejeo. Al vibrar con su aleteo producía enorme placer al artista. Era esta una relación especial, la mosca y Dalí, y más aún aquella que se posó en su bigote, uno de los momentos más maravillosos en la vida de Salvador.
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